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Fotografía de Diego Morales. Página de una novela. |
Me ha llamado enigmáticamente la atención todo el párrafo del primer diálogo. ¿Saben ustedes por qué?
¡Efectivamente! ¡Por ese uso cojitranco y arbitrario del pronombre personal complemento directo! ¡Toma ya!
Parece como si el traductor (le ahorraré el disgusto de citarlo) se hubiera hecho un lío o la fuerza del leísmo lo arrastrara contra su voluntad y unas veces sí y otras no. ¿En qué quedamos?
Empezamos con un le aprecio, a continuación acierta en mirándolo. De nuevo se desliza por la pendiente leísta y traduce le quiere y soltarle. Recapacita y vuelve a la corrección gramatical con llevármelo, pero vuelve a caer en la tentación, dejarle, y, finalmente, vuelve a atinar, quererlo.
¡Imaginen ustedes que este texto lo lee [le lee, un espanto cacofónico] un aprendiz de español! ¡Para volverlo [volverle] loco!
¡Y menos mal que no se le ha colado ningún laísmo (o no me he dado cuenta, que todo pudiere ocurrir)!