Fotografía de Diego Morales |
Los alumnos remolonean para entrar al aula, les cuesta sacar los libros, se pelean por coger los "mejores" sitios, les tengo que decir veinte veces que se callen, los amenazo con negativos y les hago tirar el chicle a la papelera. No obstante, casi todos quieren salir a escribir la fecha en la pizarra, casi todos quieren que les pregunte, casi todos quieren ser voluntarios para algo, me recuerdan que les diga la expresión (todos los días les explico una expresión coloquial), me traen dibujos alusivos a tales expresiones (que publico en mi otro blog y por los que les doy positivos). Me da tiempo a explicar la lección, a preguntarles varias veces, a hacer los ejercicios en clase, me cuentan algún chiste verdosillo, les cuento algún chascarrillo, nos enfadamos, nos reímos, bromeamos, les tomo el pelo, me lo toman y aún me queda tiempo (y ganas) para hacerles sentirse respetados, homenajeados y apreciados: he conseguido arrancarle una risa a un alumno que juraba y perjuraba que nunca se reiría con mis chistes; a una alumna le hice escuchar un aria operística que lleva su nombre; un alumno me maravilla con su imitación del canto de las perdices; vigilo si una alumna forofa de los corazones -pantalones, camisetas, estuches, sortijas- no lleva algún día alguno...
Tenemos días buenos y regulares, pero nunca malos.